La emergencia de Internet ha cambiado una premisa bàsica de la exigua forma de trabajar en el mundo de la cultura (digo cultura porque eso de industria cultural tiene la misma coherencia que lo de inteligencia militar). Ahora, una vez realizado un archivo, la copia no tiene coste y se puede distribuir con un coste que se aproxima vertiginosamente a cero. De hecho, podríamos decir que, técnológicamente hablando, ya no existen copias, sino duplicados. Esta sencilla premisa ha supuesto un terremoto para los intermediarios del mundo de la cultura, puesto que su negocio, sencillamente se ha acabado.
El declive de los intermediarios culturales tiene también otros factores y convendría tener en cuenta que este final no está tan lejos de lo que fuera su inicio. En efecto, la autodenominada “industria cultural” eclosiona en la edad de oro del pop básicamente porque una vez creado un estudio de grabación, el coste de producción de discos se aproximaba a cero, de tal manera que podían producir singles y singles de grupos esperando que alguno triunfara. Para que eso sucediera faltaba algo más: promocionar a los grupos. Ahí empezó el negocio de pagar a las emisoras de radio para que pusieran la música y así poder testearla que, hoy día, se ha convertido en un binomio de exclusión de artistas: sólo puedes alcanzar la fama si tus padrinos pueden (y quieren) costearse tu aparición en los medios de comunicación.
Los artistas, por su lado, grababan un disco y lo promocionaban con el objetivo de hacerse oir y ganar fama, para luego llenar los estadios. En realidad, nunca les importó que la gente pudiera escuchar su música de forma gratuïta por la radio, en todo caso, lo considerarían un gancho para que luego la gente comprara sus discos (en menor medida, porque el porcentaje que se llevan es muy mingüe), les contrataran para tocar en grandes acontecimientos o fuera a sus conciertos (que es donde realmente ganan dinero como para vivir de eso). El contrato con una discogràfica era necesario, no por una cuestión de dinero, aunque para muy pocos acabara siéndolo, sino por una cuestión de instrumentalidad, lo que para la discogràfica era un fin, para el grupo era un medio para anunciarse, y así poder vivir de su trabajo.
Todo esto ha cambiado. Ahora los grupos distribuyen sus canciones de forma gratuïta, y están sustituyendo a la discogràfica por el público. Ahora son los admiradores los que distribuyen tu música diciéndole a los demás que haces buena música. Se promocionan ellos mismos con sus listas de correo y sus anuncios en la pàgina web y hasta incluso hacen conciertos gratuitos para colectivos sin ánimo de lucro, lo que les asegura una audiencia que tal vez, algún día pague por un concierto o les promocione por su valía ética y musical.
Mientras todo esto cambiaba, se imponía el canon digital. El canon se lo inventó el legislador para la cinta virgen, y compensar así el hecho de que alguien que se graba un disco no lo va a comprar dos veces, uno para escucharlo en casa y otro para tenerlo en el coche. Eso teóricamente, ya que es puramente ridículo (hacerle pagar a alguien dos veces por el mismo producto –los derechos de propiedad intelectual). En realidad, sabían que esas cintas vírgenes estaban dando audiencia a terceros de los cuales la industria discogràfica no podía obtener lucro directamente (porque no podían costearse el precio del original), así que decidieron recuperar el dinero tirando del consumo que, efectivamente hacían (la compra de la cinta virgen). Luego, esa solución se traspuso, tal cual, a los productos de almacenamiento digitales. Se olvidaron de un pequeño detalle que ha sido el detonante de una guerra que han perdido: los discos duros pueden albergar material protegido con propiedad intelectual y material propio, con lo cual el enriquecimiento injusto quedaba al descubierto. Es la peor aplicación del principio de neutralidad tecnológica, ya que el supuesto de hecho había mutado y por tanto la aplicación analógica de la solución se advertía caprichosa o, en términos jurídicos, arbitraria.
Y la guerra empezó: los autores empezaron a hacer de inspectores con su propia organización (sociedades de gestión de derechos), a diestro y siniestro para cobrar el canon. Acabaron infiltrándose en bodas, bautizos y comuniones para apuntar los títulos de las canciones que se reproducían. Y en realidad, lo que estaban haciendo era perpretar el robo de mayores dimensiones jamás ideado. Porque en realidad, para compensar a los autores por el uso de los dispositivos digitales deberían haber contado con todos los creadores, también los creadores de blogs, los buscadores, en definitiva, todo aquél que vertiera en la red contenidos digitales. Durante todos estos años, los artistas protegidos han estado ingresando dinero por el cobro del canon a todo tipo de personas y organizaciones, por su uso de tecnologías para la reproducción de material propio o de dominio público y a costa de muchos otros autores que también tienen su cuota de audiencia en la red, mayor o menor.
Esta guerra no era puramente legal. En los planes de los que defendían sus derechos de autor estaba también utilizar el neolenguaje y convertir a los que en realidad estaban siendo robados en ‘piratas’ y ‘ladrones’. A nadie se le ocurrió demandar a la SGAE para que les compensara por las visitas de su blog, básicamente porque todos estaban preocupados en defenderse del acoso constante de Ramoncín, que demandaba a todo aquél que le nombrara, o de la SGAE contra páginas y software de intercambio por infracción de la ley de comercio electrónico, demandas todas que perdía la misma SGAE pero que no recurría no sólo porque sabía que no tenía razón, sino porque quería evitar que una sentencia del Tribunal Supremo acabara haciendo añicos la pésima imagen que tenía. Los verdaderos piratas eran los mismos autores, que se querían adueñar de lo que no era suyo con el clásico abordaje. Vale decir que por un tiempo, la técnica de atacar como mejor defensa les sirvió, pero acabaría dando lugar al ostracismo económico de todos aquellos que se pusieran en la proa del barco pirata, desde Ramoncín hasta Alejandro Sanz.
De este modo, se ha trazado una línea esperpéntica entre lo justo y lo legal, entre la compensación y el royo, desplazándola del lado que no tocaba. La intuición de la población no era desacertada y aunque algunos la han tachado de salvaje, podemos comprobar que de hecho, era más bien tímida o acomplejada, a la vista de la magnitud de las mentiras enunciadas y legisladas y la dimensión del robo protagonizado del que todos hemos sido víctimas.
La única salida digna al embrollo sería aceptar que las cosas han cambiado, invitando a las discográficas a cambiar su forma de enriquecerse (cosa que intuyo que están haciendo, a la vista de los precios de los conciertos), y aceptar que lo que aquí ha sucedido no es sólo un escenario de conflicto jurídico, sino una auténtica revolución tecnológica y cultural que, de hecho, debería poner a cada uno en su sitio, ya que la anterior situación había permitido una sobredimensión a un grupo de autores, excluyendo al resto de autores y a la sociedad en su conjunto de una posición activa en el uso, disfrute y futuro de la cultura, dándole las capacidades de renovar sus capacidades de eleccion, otrora mediadas por un selecto grupo de ‘aventajados’ gracias a favores políticos y mercantiles de todo tipo. Pero a esta salida le deberían acompañar dos medidas más: primero reconducir el tema del canon, bien eliminándolo, bien reconducirlo para que compense equitativamente a todos los actores de la cultura digital mediante fórmulas de cogestión verdadera democráticas que sirvieran, de una vez por todas, para promocionar la igualdad de oportunidades en este sector. Esto es, en vez de pagar compensaciones millonarias a unos pocos que alzan su tronadora voz sobre el populacho deberían dotarse recursos para dar salida a los millones de voces que se están alzando sin recursos, que están haciendo cultura por amor, nunca mejor dicho, al arte.
dimecres, 26 de gener del 2011
Sobre la emergencia de Internet y los derechos de autor: de mentira en mentira y tira porque me toca
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