Ayer me asaltó una gran noticia. Se anulaba un despido causado por la pronunciación de la expresión "hijo de puta" (atención, esto no tiene nada que ver con las putas que -hay que recordar- nunca dejarían que sus hijos fueran seres injustos y despreciables -policías, gerentes, ...). Pasa todos los días: el jefe no paga, el trabajador requiere el pago y este requerimiento no es atendido y llega un momento en el que el agredido económicamente agrede verbalmente al jefe (¡Eres un hijo de puta!). El Tribunal Superior de Justicia de Catalunya ha declarado en su sentencia que la degradación social del lenguaje hace que la expresión que pudiera parecer inofensiva sea de uso común.
Llevo ya un par de años predicando tan altísima reflexión (sarcasmo), en sesiones de seminario, en artículos y papers y siempre parecía encontrarme con dos tipos de reacciones. La una, pública, me decía que el honor de las personas impide el insulto, que lo políticamente correcto es el que no ofende y el que no expresa rechazo. La otra, subterfugio político, me decía que cómo podía estar defendiendo a gentuza que se dedica a ir insultando por ahí a Ramoncín.
Lo primero no lo comparto (y yo siempre decía, como en una expresión de meditación sociológico-jurídica, que el problema era que esas sentencias las dictaba el prototipo de juez conservador -blanco, hombre, viejo- que nada sabe de la vida ni sus diatribas), lo segundo me indignaba. Desde la persecución de Lenny Bruce, que fue perseguido por su famoso blow-job (mamada) hasta la del foro donde el último pre-subversivo insultaba a Ramoncín, todos ellos son caso de (cuidao!) renuncia a la relidad. Peor aún, se negaban a aceptar un debate filosófico, jurídico y racional sobre el lenguaje de la calle y las diversas aristas de la realidad. Porque Ramoncín es realmente un gilipollas: ¿qué es sino un tipo que se hizo famoso como subversivo execrando sobre la moral y que luego perseguía a todo aquél que le faltara el respeto? Pues sí, un gilipollas, con todas sus letras. La reflexión que cabía hacer a nivel jurídico y filosófico es simple. La vulneración del honor se mide por la estima que se tiene una persona de si misma (así hubiera sido imposible insultar hasta al peor de los violadores), cuando tal vez el canon debería ser la honra pública del personaje, el amor que el público tiene por una persona (en el caso de Ramoncín, evidentemente es 0 lo que permitiría llamarle hijo puta, cual patrón).
Hasta hace poco creía que había una tendencia totalitaria (orwelliana) a regular todos los actos del lenguaje humano. Pero las referencias comunes son nuestras (y cuando digo nuestras digo de todos, sin exclusión) y eso no nos lo pueden robar. ¿Puede prohibirme una empresa (pongamos El País) explicarle una noticia que he leído en su diario a otra persona porque esta otra persona no ha pagado por esa información? ¿Y aprendérmela de memoria? Desde luego que no, y hasta ahora parecía que sí. No sabemos si hemos acabado de rechazar la realidad, si estamos saliendo de un pozo o si simplemente un rayo de luz ha escapado de la irracionalidad. El caso es que por unos instantes me he sentido más libre. No he acudido a la puerta de mi jefa a decirle que es un hijo de puta porque en realidad no lo es, todo lo contrario, pero he dormido más tranquilo sabiendo que el que tiene por jefe a un hijo de puta no tendrá que sufrir ni por pensarlo ni por decirlo. No se si estamos en diciembre de 1984, pero al menos parece que va a nevar.
dijous, 17 de setembre del 2009
De los hijos de puta reconocidos o cuando el lenguaje común es aprobado por sus señorías
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