Respira, respira
Al principio no le daba importancia y
apenas le prestaba atención a ese mínimo porcentaje estadístico.
El tema siempre salía en las conversaciones que mantenía con las
otras personas que estaban en mi situación. Cada cual mostraba su
lado más ignorante y su verdadera personalidad al hablar del tema:
unos se asustaban o exageraban su respuesta para hacer el mejor
semblante y parecer los mejores, los más devotos; otros no querían
pensar en ello. Los había que se autocompadecían con ese “si
tiene que pasar pasará”, la versión agnóstica de la atribución
de cualquier cosa desconocida a una fuerza misterioso y, por
desgracia, tan bondadosa como caprichosa; en ambos casos el
encomendado al azar sólo hace que escurrir el bulo, pensaba yo.
Conforme la posibilidad se iba
desvaneciendo mi cabeza le iba prestando más atención. Todo empezó
una noche de verano. Estaba solo con él y tampoco era la primera
vez. Me fui a dormir con último pensamiento: ¿qué pasaría si él
dejara de respirar? La impotencia dio paso a la angustia y ésta
trajo el llanto. Las especulaciones se apoderaron de mi, sin
compasión, y me llevaron a un laberinto.
Media hora más tarde me rendí y me
levanté, empecé a buscar información. SMSL: Síndrome de la Muerte
Súbita del Lactante, multiplica por diez las muertes en accidente de
tráfico. Este dato me dejó abatido, eran cifras que superaban la
mayoría de los conflictos armados activos. Fui hacia la habitación
y me acerqué a ver. Respiraba y su corazón latía. Volvía buscar
más información. Se trata de un paro cardíaco que sorprende al
niño. Se desconocen las causas, algunos estudios creen haber
encontrado algunos indicios entre los cuales se hallan madres jóvenes,
condiciones de calor y otros detalles que a priori pueden pasar desapercibidos a cualquier padre. Encontré advertencias útiles, por ejemplo, no debía confundirse con la muerte por ahogo, que podían producir las almohadas poco porosas.
No pude recoger toda la información
que hubiera deseado y las tres horas siguientes que pasé en la cama las dediqué
a trazar un plan para proveerme de soluciones. Cada diez o veinte
minutos iba a observarle y todo parecía normal, en realidad cada uno de los viajes que hice debería haberme tranquilizado y, sin embargo, tenían el efecto
contrario. El SMSL se ocultaba tras la normalidad, era un enemigo
invisible. En ocasiones suspiraba y descuadraba todas mis
sensaciones, ya no sabía si eso era bueno o malo, o qué debía
pensar al respecto.
Día uno. Compré una almohada porosa,
un sistema de captación de audio. Pude investigar algo sobre
pulsómetros y encontré algunos comercios especializados que me
dieron soluciones complementarias. Con todo aquel arsenal podía
estar tranquilo de que si pasaba algo me enteraría, o eso creí al
primer instante. Fue una estupidez, aquella primera impresión de que
comprar artilugios era la solución fue tan vacua como presumir que
la diversión se consigue con el equipamiento completo para practicar
un deporte que nunca has practicado. Y yo jugaba fatal.
La cena fue un horror, cada minuto más
hacia la hora de dormir era un suplicio. Ese “día uno” nunca
terminó. Ese pensamiento se apoderaba de mi. El ser interior que se
aloja en mi cuerpo se derramaba de forma incontrolada de pensar que
aquello podía pasar. Sólo con pensarlo, mis ojos se salían de su
órbita. Era inasumible no volver a verle riendo o enfadado, gateando
o señalando objetos. No existía placer comparable con una sonrisa
alegre ni infierno mayor que aquella ausencia.
El aparato de escucha molestaba a mi
pareja y madre, que mantenía al resguardo de mi preocupación, de
modo que lo instalé en el despacho, en el que pasé un buen rato
leyendo artículos de prensa, y ensayos de los que me había
provisto. Ningún tratado de medicina se me resistía, incluso
sabiendo que la información complementaria que necesitaba para poder
leer con claridad algunas revistas especializadas era infinita.
Los veinte minutos de tránsito entre
visitas se fueron acortando y devinieron adicción. Cada noche se
despertaba cuatro o cinco veces y luego se volvía a dormir. Les
solía llamar “el respiro”, pues oírle llorar calmaba un poco
mis ansias de saber que seguía vivo. Durante el invierno las
mucosidades añadían un poco de ruido a la respiración, hasta el
punto de que la limpieza de los orificios nasales dejó de ser una
prioridad y los moquitos se convirtieron en “mis ayudantes”. Cada
vez dormía menos; las horas de sueño eran inversamente
proporcionales a mi tranquilidad, así que la fatiga física se
convirtió en un mal menor.
Una noche no le oía, a pesar de estar
a menos de un metro de él. Adoptó una posición hermética,
volviendo inaccesibles corazón y cuello a la vez. Entonces, le moví
un poco y se despertó, pero tanto mejor, un minuto de llanto suyo
equivalía a veinte minutos menos de llanto para mí, atormentado
como estaba por la mera idea de perderle en un descuido. Las primeras
veces le despertaba sólo para poder mover su cuerpo y alcanzar
alguna zona hábil para la escucha o el tacto, las siguientes fueron
plenamente voluntarias. Gruñido para él, sonrisa para mí. Me
conformaba con saber que estábamos a salvo. Volvía a pensarlo una y
otra vez, si él desaparecía no me lo podría perdonar jamás.
Dos meses después, pasaba más horas
en su habitación que en mi cama y acondicioné unos cojines en el
suelo que, según alegué, hacían la función de facilitar el juego
y evitar los golpes en la cabeza durante las horas de recreo.
Estirado sobre ellos sólo tenía que alargar la mano hacia el cuerpo
del pequeño y buscar su pectoral izquierdo en busca de esos
minúsculos latidos de vida: era la distancia exacta entre la
desesperación y el alivio. <>, sollozaba entre lágrimas de alegría
y esperanza. Y a los pocos minutos, la tristeza anticipada de esa
probable tragedia volvía a apoderarse de mi. Una posibilidad, una
probabilidad, ya no había diferencia si no podía evitarla.
Los párpados se me caían mientras
leía un informe académico sobre mi enemigo cuando percibí el cese
de su respiración a través del aparato. El silencio fue bastante
notorio porque aquella noche emitía un ronquido muy gracioso y que
en mis oídos era gloria. Esta vez, el horror de la muerte me invadió
por completo. La carrera hacia la habitación fue precipitada y por
el camino golpeé una silla. Se despertó y al llegar me postré ante
su cuna, llorando y suplicándole que no se fuera. Había imaginado
que estaba padeciendo una apnea, el preludio de una pesadilla real,
el signo inequívoco del peligro que nos acechaba, el incremento de
la probabilidad. Estaba en lo cierto, ya no era una mera
especulación, era un peligro certero. ¡No, joder, no! ¡Mierda,
mierda! Hijo, ven, ven aquí, abrázame. El niño lloraba
despavorido, contagiado de mi propio terror. No podría decir quién
estaba más asustado de los dos. Treinta minutos después estaba
agotado y se durmió sobre mi pecho. Mi felicidad era enorme, pero
era temporal, la desgracia nos pisaba los talones.
Ella empezaba a sospechar algo raro; le
oculté mis preocupaciones y sospechas, pero llegado un punto no
pude más; además el episodio de aquella noche reclamaba alguna
explicación. Le dije que de repente dejé de oír la respiración
del niño y le pareció lo suficientemente grave. Al día siguiente
fuimos a urgencias; allí nos informaron de que las apneas son
frecuentes, que sucedían con normalidad en algunas personas, que en
modo alguno podían considerarse un síntoma preocupante de un transtorno mayor pero, por
supuesto, requerían vigilancia. En aquel momento no pudieron hacer un
análisis de sueño por falta de recursos. Volvimos a casa con unos consejos preventivos hasta que pudiéramos hacer las pruebas.
Debería estar relajado por las indicaciones del doctor, y sin embargo otra vez la fatalidad se apoderó de mis pensamientos.
Los signos del cansancio se hacían
evidentes. Un último esfuerzo, tengo que ir a buscar un par de cosas
para soliviantar la respiración que he maltrecho dejando de lado
las limpiezas nasales. Bajo a la farmacia que hay enfrente de casa.
Concentración: a la farmacia, a la farmacia. Gano la calle con la mirada puesta en la farmacia (la farmacia, la farmacia) y no dejo de pensar: "respira, respira". Cruzo. Sin mirar.
Fin.
[Final alternativo 1]
Los signos del cansancio se hacen evidentes. Un último esfuerzo, tengo que ir a buscar un par de cosas para soliviantar la respiración que había maltrecho dejando de lado las limpiezas nasales. Bajo a la farmacia que hay enfrente de casa. Concentración: a la farmacia, a la farmacia. Gano la calle con la mirada puesta en la farmacia (la farmacia, la farmacia) y no dejo de pensar: "respira, respira". Cruzo. Sin mirar.
Dicen que antes de morir la vida pasa ante tus ojos. No es eso lo que me sucedió. A la primera señal de que algún objeto estaba golpeando mi cuerpo a velocidades letales mi mente empezó a recordar estos últimos meses que había pasado obstinado en evitar la muerte de mi hijo y obsesionado en no ver que la mía estaba en juego. Esa luz blanca con forma de tunel que se acompaña de un bienestar físico incomparable esta vez se tiñó de una mezcla de rabia y tristeza y el poco tiempo que mi cerebro tardó en derramar todo su contenido en el asfalto lo pasaron mis ojos entretenidos en desechar la última gota salada de culpa.
[Final alternativo y/o complementario 2]
Por suerte, este esperpento de precipitación hacia el abismo apenas transcurre así y las inquietudes que nos asaltan en todo momento suelen concentrarse en un segundo de congoja que nos obliga a conocernos, a analizar el contexto en el que existimos y nos exige una resolución. Es un examen: nuestro intelecto pone a prueba nuestros instintos más escondidos, y así acontence en otras tantas ocasiones. Superación personal, rebasamiento de obstáculos, descubrimiento de peligros, aviso preventivo, obsesión inopinada o simple parada técnica para consultar el mapa; nunca sabemos en qué tablero lanzamos los dados, y debemos mover ficha sí o sí, porque en la vida estar quieto también es un movimiento. Elegir susto o muerte no siempre es un chiste, en la mayoría de casos son las cuestiones vitales con las que trazamos nuestro recorrido. Estad atentos, esa pregunta que os hace vuestro cerebro podría ser irrelevante o podría ser la divisoria entre el cielo y el infierno.
Pero recordad: la realidad siempre se empeña en superar a la ficción.
Dicen que antes de morir la vida pasa ante tus ojos. No es eso lo que me sucedió. A la primera señal de que algún objeto estaba golpeando mi cuerpo a velocidades letales mi mente empezó a recordar estos últimos meses que había pasado obstinado en evitar la muerte de mi hijo y obsesionado en no ver que la mía estaba en juego. Esa luz blanca con forma de tunel que se acompaña de un bienestar físico incomparable esta vez se tiñó de una mezcla de rabia y tristeza y el poco tiempo que mi cerebro tardó en derramar todo su contenido en el asfalto lo pasaron mis ojos entretenidos en desechar la última gota salada de culpa.
[Final alternativo y/o complementario 2]
Por suerte, este esperpento de precipitación hacia el abismo apenas transcurre así y las inquietudes que nos asaltan en todo momento suelen concentrarse en un segundo de congoja que nos obliga a conocernos, a analizar el contexto en el que existimos y nos exige una resolución. Es un examen: nuestro intelecto pone a prueba nuestros instintos más escondidos, y así acontence en otras tantas ocasiones. Superación personal, rebasamiento de obstáculos, descubrimiento de peligros, aviso preventivo, obsesión inopinada o simple parada técnica para consultar el mapa; nunca sabemos en qué tablero lanzamos los dados, y debemos mover ficha sí o sí, porque en la vida estar quieto también es un movimiento. Elegir susto o muerte no siempre es un chiste, en la mayoría de casos son las cuestiones vitales con las que trazamos nuestro recorrido. Estad atentos, esa pregunta que os hace vuestro cerebro podría ser irrelevante o podría ser la divisoria entre el cielo y el infierno.
Pero recordad: la realidad siempre se empeña en superar a la ficción.
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